LA PARTIDA FANTASMA. APUNTES SOBRE LA VOCACIÓN LITERARIA, DE LEONARDO SANHUEZA, POR ANACLARA PUGLIESE

por El Cocodrilo

La partida fantasma. Apuntes sobre la vocación literaria
Leonardo Sanhueza
DocumentA/Escénicas
2018 |

¿Cuántas veces murió el autor? ¿De qué manera sigue viva su presencia fantasmal? A comienzos de la segunda mitad del siglo XX, el autor murió −por lo menos para un segmento de la tradición literaria en Occidente− cuando dos franceses, Roland Barthes y Michel Foucault, hicieron públicas algunas ideas que tuvieron una influencia muy notable en el público lector. En 1968, Barthes, teórico, ensayista y semiólogo, dio a conocer su artículo “La muerte del autor”. Un año después, en febrero de 1969, Foucault compartió su conferencia “¿Qué es un autor?” ante la Sociedad Francesa de Filosofía. Contrastando con la centralidad del autor −proclamada desde la tradición romántica de la escritura, que ennoblecía la expresividad del yo lírico−, Barthes planteó que es el lenguaje el que habla, no el autor. Empezó así una crítica fulminante contra el señorío del autor para cederle lugar al predominio del lector. Según su artículo, “un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una parodia, una contestación” (1994: 71). El único poder que atribuye Barthes al escritor es fusionar escrituras anteriores, que ya están ahí desde antes, que siempre lo preceden. En este sentido, si “el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura” (1994: 69), su sentido es reconstruido por la lectura: “el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que constituyen una escritura” (1994: 71). 

Apenas un año después, Michel Foucault, filósofo, sociólogo y psicólogo, se preguntó qué es un autor para también desde allí poner en jaque la posición de privilegio desde la cual era pensada y practicada esa función. ¿Qué condiciones hicieron que la figura de un autor, de un sujeto, fuera el fundamento último del origen de los discursos? Foucault realiza en su conferencia un análisis crítico de esas circunstancias: entre ellas, el significado del nombre del autor, su relación de propiedad con el lenguaje, así como la relación que atribuye textos a autores. 

Exactamente cincuenta años después del artículo de Barthes, en 2018, La partida fantasma. Apuntes sobre la vocación literaria, del narrador y poeta chileno Leonardo Sanhueza, pone en escena de nuevo la figura del autor, deconstruyendo esta vez la idea de vocación literaria, a la que concibe en cierto sentido como una supervivencia romántica. Como lectores y lectoras alguna vez hemos disfrutado de esas historias de los escritores que −en una performance autopoética− explican a periodistas culturales en entrevistas, ante cámaras de televisión, sobre el llamado, sobre cuándo, dónde, cómo y por qué llegan a la escritura, sobre un destino que es como un rayo, como una luz fulminante que ilumina el sendero plácido hacia la propia poética. Esta fuerza autónoma es presentada ante nosotros “como si fuera un big-bang o, al menos, la consumación de un proceso inevitable, casi de origen biológico, a partir del cual el destino literario queda señalado con toda claridad” (2018: 14-15). 

En el primer capítulo de La partida fantasma, “Una superstición romántica”, el narrador chileno compara la evolución de la publicidad con la historia contemporánea de la exposición pública de los autores: “Los viejos publicistas trataban de llamar la atención sobre los productos, mientras que los de hoy están ocupados de las marcas” (2018: 16). Del mismo modo, los escritores, además de libros, deben crear su propio mito, su marca, como las industrias que en el último tiempo “han pasado del estado sólido al gaseoso, volviéndose usinas virtuales que sólo producen abstracciones, para comerciar objetos que se mandan a fabricar en algún remoto galpón de China” (2018: 16). Este deslizamiento, cuando es aplicado a la literatura, convierte, según Sanhueza, a los escritores en “sus propios galpones chinos”, quienes además “deben resignarse a ver desaparecer sus obras bajo las marcas” (2018: 16). De hecho, los beneficiarios de tales relatos son sobre todo los periodistas especializados y la publicidad. El relato vocacional es esencial para la formación del héroe mediático: así, los y las poetas y narradores no pueden modelar su imagen pública únicamente mediante sus obras, sino que además de escribir deben crear su propio mito, su marca, para darle consistencia a sus actos. Imposible escapar. “Todos quedan inscritos en esa trama de nombres propios, cargados de connotaciones, prestigios, provocaciones, rasgos faciales, pertenencias étnicas, representatividades de género, enigmáticos silencios, historias de superación, capacidades fotogénicas o lo que convenga según el caso” (2018: 17). 

Sin embargo, antes del siglo XIX, hablar de la vocación, armar el relato de iniciación, hubiese sido innecesario. ¿Qué ha pasado en el medio? El debilitamiento de las monarquías, las nuevas estructuras económicas, el surgimiento de las repúblicas y principalmente el “florecimiento de las profesiones liberales, que dejaron el oficio de escribir en una orfandad manifiesta y considerable” (2018: 27). El apocalipsis del oficio. Escribir se convirtió en algo sospechoso a partir de ese momento por no aportar sustento económico, lo que llevó a sus artífices a autojustificarse mediante nuevos relatos que no llegan nunca a ser buenos argumentos en una época industrializada que pide explicaciones. Así, se arma una ficción propia determinada por una fuerza que escapa a la decisión. “El Romanticismo, matado mil veces, nunca tuvo cristiana sepultura y por eso sigue penando en todos los escritorios” (2018: 29). 

Luego del capítulo segundo, donde Sanhueza relata su derrotero personal asediado por preguntas sobre el origen de su escritura, en el tercero, “Espejos de la subjetividad”, propone que tales conflictos de los escritores con su propia vocación abarcan toda la literatura contemporánea, si entendemos por literatura contemporánea todo lo producido desde el Romanticismo hasta hoy. Ante dos siglos en que los narradores y poetas explicaron sin cesar el origen de su labor en una especie de poética de la autojustificación, Sanhueza se pregunta: “¿No es extraño entonces que la literatura contemporánea, aunque ha sido considerada desde los más variados y rebuscados puntos de vista, haya sido evaluada apenas (…) en función de esos relatos vocacionales y las formas en que éstos la han determinado?” (2018: 45).

Si la reacción del Romanticismo contra el racionalismo asoció misterio, inspiración, genio o locura con el origen de las obras literarias, entonces “el oficio de escribir se conecta así con los mitos sobre el origen de la escritura, trenzando la actividad humana con el don divino” (2018: 46). En la lectura de Sanhueza, por ejemplo, un texto como Cartas a un joven poeta (1929), de Rainer Maria Rilke, es casi un tratado sobre la vocación, al presentarse el poeta muy interesado en comunicar de manera definitiva que escribir es, sobre todo, una vocación, un destino. Toda la literatura contemporánea de Occidente hasta hoy, según Sanhueza, está atravesada por el halo romántico del misterio, que le asigna un origen definitivo, extraordinario y mágico, al trabajo de la escritura.

En el cuarto capítulo, “Un castillo chupasangre”, se reflexiona de manera satírica y escéptica sobre las visitas a congresos y ferias de libros, a donde las y los escritores a menudo viajan como en una odisea ante la expectativa del público y de las instituciones de que cumplan el papel de hombres y mujeres “de letras”. En el quinto capítulo, “Un destino manifiesto”, analiza la iniciación, la “vocación” de escritores como Rubén Darío, Rimbaud, Georges Perec, Romain Gary y Vicente Huidobro. En el caso de estos dos últimos, ante madres que se desvivieron por hacer de ellos casi dioses, ambos desfilaron por varias disciplinas artísticas y, tras el fracaso evidente en todas ellas, decidieron dedicarse a las letras. Ambas madres 

(…) determinaron que sus hijos hipotecaran su tiempo vital, cada uno a su modo, en la esperanza infantil de que la “promesa del alba”, esa oferta que la vida les había propuesto como algo sagrado a través de sus madres, se viera realizada ya de adultos, o incluso después de muertos, misión que acometieron de una manera rara y desmesurada, convirtiendo sus existencias y sus leyendas póstumas en la consecución de una especie de destino manifiesto. (2018: 70) 

¿No es la visión del destino algo que se construye desde la cima, siempre en retrospectiva, iluminando unas zonas y oscureciendo otras, olvidando caminos que fracasaron por las vicisitudes del terreno o que quedaron abandonados, a medio construir? Así, en “Incendios y epifanías previas”, el último capítulo, define a la vocación como una máscara, como una persona, tal como se la piensa en el teatro latino. Los escritores, esgrimiendo sus máscaras, con sus destinos escritos desde la infancia, pueden levantar la frente, poner caras y gesticular para forjar una identidad en medio de una sociedad que los mira de reojo. 

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Bibliografía

  • Barthes, Roland (1994). El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura. Barcelona: Paidós. 
  • Sanhueza, Leonardo (2018). La partida fantasma. Apuntes sobre la vocación literaria. Córdoba: DocumentA/Escénicas.

julio 2021 | Revista El Cocodrilo

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