Se escucha de nuevo. No hay resto para la duda. Leti me mira. El chirrido rítmico que llega desde arriba hace más notable nuestra distancia: el largo exacto de un brazo extendido. Si me estirara, apenas la rozaría con las uñas.
—¿Vas vos o voy yo? —dice Leti y se tapa la cabeza con una almohada.
La espada y la pared. Sé que ella no va a ir, y que salvo que fuera muy, muy, muy necesario no subiría.
—Me faltan tres palabras y termino —digo.
Es verdad, así de cerca estoy. Leticia levanta la almohada y mira la revista que tengo en la mano. El ruido empeora. Se suma el golpe de una madera contra la pared.
—Elemento alcalino ubicado en el período cuatro —leo en voz alta.
Leticia deja la almohada y se apoya sobre el codo.
—Tipos de estambres que se encuentran fusionados en una estructura compuesta —sigo y escucho que el ruido es más fuerte. Leticia se sienta. Levanto la voz—: Diosa de la lujuria y los amores ilícitos en la mitología Azteca.
—¿Me estás jodiendo?
Sí, esto último fue inoportuno. Por suerte el sonido frena de golpe.
—¿Ves?, ya está —digo—. Tampoco era para tanto.
—Dos días que no paran —dice—. Mirá si esto es siempre así.
En el silencio de la habitación, ahora, apenas si se oyen los sonidos de la calle.
—Es hasta que nos acostumbremos —digo.
—¿Qué decís?
—Así, al departamento, a los vecinos.
Termino de decir esto y, como si lo hubieran sincronizado, se oye un grito lánguido y se reanudan los chirridos.
Leticia me saca la revista de la mano.
—¿Querés conocer a los vecinos? —dice—. Bueno, ¡andá y conocelos!
Me pongo las zapatillas, abro la puerta, subo el piso de escaleras pensando qué se supone que tendría que decir. Esa parte Leticia no la aclaró. Toco el timbre, una vez, despacito. Es improbable que alguien atienda. Cuando empiezo a girar para irme escucho un golpe torpe y la puerta se abre. Sale, tropezando, un chico de rastas. Se agarra de mi brazo para no caerse, alcanzo a ver que tiene las pupilas dilatadas y le chorrea sudor de la barba. Me suelta y sale hacia las escaleras tambaleándose mientras se sube un mameluco de trabajo. Vuelvo a girar hacia el departamento y me cuesta entender lo que veo. Leticia no me lo va a creer. Paradita frente a mí, a escasos tres metros, una señora de edad indefinida, pongamos más de ochenta y menos de mil, me mira. De alto no debe pasar el metro y medio, pero de ancho cubre todo la entrada; tiene el pelo negro y pajoso y la cara parece recubierta de cuero. Me mira con ojos acuosos. Quizás paz, quizás cataratas. Me acerco un paso. Me inclino porque temo que no escuche.
—Disculpe —digo—, soy el vecino de abajo.
La vieja ni se mosquea. Se limita a cerrarse un saquito, marrón, de hilo. Entonces pienso que quizás haya algo turbio. Somos nuevos en el edificio y no sabemos qué cosas pasan; por ahí todos están al tanto de que en el tercero hay un prostíbulo, una red de trata, drogas, armas, quién sabe. Me pongo en puntas de pie, intento ver hacia adentro por encima de la señora: veo una mesa, una olla que tira vapor, varias vasijas, cuencos, y cuando me inclino un poco, siento un chispazo en la boca del estómago. Un chispazo que si no me hace caer es porque la vieja me tiene agarrado de la remera. Me mira de cerca. Tiene unos pelos largos, finos y blancos que le nacen del labio superior. Da un paso para atrás y me tironea suave. Quiero decir algo pero me quedo mudo, y doy un paso y otro más, y la empiezo a seguir. Mientras atravieso la cocina le veo la espalda, es redonda a la altura de la cintura y casi cuadrada donde tendría que estar el culo. Es parecida a esos fardos que se ven en los campos, o a las bolsas de arena. Tiene unos tobillos gordos y los pies, del color del barro, terminan en un retorcerse de dedos encimados. Así todo avanza rápido. Renguea, pero avanza rápido. Cuando llega al pasillito que da a las habitaciones se frena de golpe. El tiempo justo como para que la alcance, lo justo como para que vea una línea recta que nace en la base de la espalda, línea recta que sigue y se pierde más allá del saquito, en la parte baja del vestido, línea recta que sé, en ese momento sé, es el inicio de las nalgas, qué otra cosa puede ser, inicio del lugar donde se separan las piernas. Eso es. Y por alguna razón se me va la mano, y no me parece una locura probar la consistencia recta de esa línea recta que extrañamente se amolda, cálida, floja, indulgente a mi palma; y la señora no se sobresalta, no dice nada, da un respingo y sigue su marcha y yo tampoco digo nada y la sigo y cuando doy otro paso siento que ya no puedo detenerme, como si no dependiera de mí, siento algo que se acerca a la fatalidad: un hilo finísimo, tenso, que me tira hacia delante desde el centro de los huevos; y veo caer el saquito de hilo, marrón, al piso de madera y veo, también, que el camisón se desliza hacia abajo y deja al descubierto ese cuerpo que ahora me espera de frente; la vieja no tiene dientes pero tiene, sí, una sonrisa en la cara; y abre los brazos y me quedo un segundo mirando esas tetas vacías que le caen en puntas, separadas, casi a los costados del ombligo o donde debería estar el ombligo porque en su lugar hay una masa floja, replegada sobre sí, que desciende en surcos hasta el borbollón de pelo blanco que esconde y al mismo tiempo deja ver, en medio de la maraña, una pequeña porción de carne rosa, extrañamente rosa, joven, que no puedo dejar de mirar, que no dejo de mirar aun cuando doy el salto, cuando me empujo, cuando todo se arremolina y choco contra ese cuerpo que es un cuerpo y todos a la vez, ese cuerpo que me agarra y me chupa, ese cuerpo cálido, húmedo, firme y flojo que se multiplica y me hace subir, me aprieta y me sostiene, me levanta para dejarme caer, en picada, hacia el punto diminuto, infinitamente diminuto, hacia el átomo rosa por el que paso y al mismo tiempo pasa el universo en un derrumbe inevitable, en una crecida, en la avalancha de mi sangre con todos los ancestros, encrespados, empujándome del culo.
Después luz.
Después golpes.
Después oscuridad y otra vez luz.
No sé cuánto tiempo pasa.
Logro sentarme. Escucho el timbre que no deja de sonar. A un lado de la cama, ya de pie, la viejita se pone el saco de hilo sobre el camisón y empieza a renguear hacia la puerta. Yo me visto. Estoy empapado y aunque escucho los gritos de Leticia, porque son de ella, siento paz. Y también voy hacia la puerta y la puerta se abre porque la viejita se apura, y veo a Leticia y Leticia me ve y me grita que soy un hijo de puta y entra y encara a la vieja y yo no digo nada. Sigo caminando. Y me voy.
En mi departamento están las luces apagadas. Me duele el cuerpo, en especial la cintura. Me tiro en la cama. Cierro lo ojos. Los abro. No enciendo ninguna luz. En el instante exacto en que pienso en Leti, empieza el chirrido rítmico. Al rato vienen los golpes, no hay resto para la duda. Entonces me saco toda la ropa y así me quedo, listo, expectante, con los brazos abiertos hasta que Leticia baje.
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Martín Sansarricq nació en 1977 en Rosario. Es escritor y Licenciado en Comunicación Social. En el año 2012 publicó la novela Fuegos en el Cielo, editada por Río Ancho ediciones, Argentina, en el año 2020 obtuvo el primer premio en el concurso internacional de cuentos digitales Itaú. Su libro de cuentos Gigante fue publicado en Argentina en el año 2022 por UNR editora y en México, en el año 2025, bajo edición de la Editorial Universitaria Veracruzana. Sus textos han sido publicados en diversos medios gráficos y digitales de Argentina.
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agosto, 2025 | Revista El Cocodrilo